Para Luisa

No fue el concierto número dos de Rachmaninoff
opus nosecuantos para piano y cuarenta y cuatro manos

Ni las obras completas de Beethoven

Ni el último capricho de Paganini
tocado por Paganini en el infierno
con una cuerda sola.

Lo que apagó la música
Del mundo fue su risa

Su pequeña risa
Su primera risa

Historia del cazador y el eco*

No me acuerdo si he dicho que mamá tenía al eco amaestrado, como a un perrito o a un potro. Yo no sé cómo lograba que le hiciera caso. Ella contaba que una noche lo había encontrado, tiritando de frío y miedo, al borde del arroyo, sangrando por un costado. Parece que antiguamente el eco era muy travieso y se complacía en extraviar a los viajeros que pasaban por la montaña. 

 - Hasta aquella noche de la tormenta de nieve - decía mamá - Había, al otro lado del valle, un cazador de perdices. Hombre bueno como pan de centeno. Vivía con su mujer que tenía unas pestañas tan lindas que parecían alitas de mariposa. Cuando volvía del trabajo ni hacía falta que ella se levantara de la cama. Bastaba conque cerrara los párpados para que las alitas dieran dos trompos en el aire y le encajaran un beso en la frente. En ese entonces, en el pueblo vivía un doctor, bizco de un ojo, pero del otro tan sano que miraba hasta lo que no había. Y como la mujer del cazador estaba embarazada y a punto de dar a luz el doctor recorría en mula todas las semanas el camino que pasaba por la montaña, hasta la cabaña del bosque. 

 Quiso la suerte que la misma noche de la tormenta de nieve el bebé comenzara a empujar para afuera. Usté sabe, Margarana, que aquí en el pueblo las mujeres nos las arreglamos solitas, casi para todo. Pero con este bebé había un problema. Venía como enroscado el muy caprichoso y de puro atropellao no podía salir. La mujer daba unos gritos que para qué le cuento, hija mía. Si usté se hace madre, ya los dará también. El hombre en la desesperación tomó su abrigo y se internó en la noche. El viento aullaba como lobo malo y aunque conocía el camino de memoria, no había alma que se orientara en aquella oscuridad. 

 Con todo, logró llegar hasta el pueblo y despertar al doctor. Pero al emprender la vuelta, el eco, que aquella vez estaba más travieso que nunca, les jugó una mala pasada. Giraba como rabioso el maula, rebotando por las paredes de la montaña y lo que es peor, llevando los gritos de la pobre mujer. El cazador no podía con su angustia. Se extravió dos, tres, cuatro veces. Cuanto más tiempo pasaba más fuertes eran los gritos y más el eco se entretenía perdiéndolos en las tinieblas. 

 Para qué sigo, Margarana. Llegaron tarde, cuando los gritos, hacía rato que se habían apagado. La vida, que a veces es ladina, no perdonó ni al niño ni a la mamá. 

El cazador se volvió loco del dolor. Tomó su rifle y se fue a la montaña a castigar al eco, por malicioso e irresponsable ¡Qué locura, dira usté! Comenzó a disparar al aire pero no hacia cualquier lado ¿Sabe cuál era el método? Le echaba al eco unas palabrotas que no voy a repetir y cuando el eco sotreta le contestaba, el hombre disparaba en aquella dirección ¡Qué locura, dirá usté! Pero lo cierto es que al día siguiente, rumbeando para la casa del Terencio, me lo encontré, herido de muerte. 

- ¿Al cazador?
- ¡No! ¡Al eco! ¿No me cree usté? ¡Si hubiera visto como sangraba! 
- ¿Había sangre? 
- No, sangre, no, qué el eco no tiene sangre. Sangraba como una música, como esas canciones que se cantan en la iglesia para despedir a los muertos. Me dio lástima y me lo traje a casa. Yo sabía que el eco había sido malo. Pero a todos se ha de dar una segunda oportunidad ¿no cree? Lo bañé, lo abrigué, le puse ropa, le di de comer. Hasta nombre le puse. Porque no lo iba a andar llamando solamente eco, ¿no? 
- ¿Y qué nombre le puso? 
- Umberto. 
- ¿Umberto? 
- Sí, Umberto. 
- Pero mamá, ¿El Umberto no era un hermanito que se murió a los tres meses de nacer? 
- ¡Hija! ¡Qué cosas dice! ¡Eso le habrán dicho sus hermanos, que son ignorantes como burro sin dueño! Todo esto sucedió antes que usté naciera y había que guardar las apariencias ¡No le iba a andar diciendo a la gente que tenía al eco en mi casa! 

Cuando hubo sanado le eché un chorro como de cuatro horas seguidas. Lo bueno, Margarana, lo bueno es que lo entendió. Ahora cuando uno va por la montaña el eco, más que perderlo, le hace compañía. Si uno canta despacito él silba suave detrás. Y a mí me quiere mucho, no sólo porque le salve la vida sino porque lo hice recapacitar. 

Este cuento - que no todos - tiene final feliz. O feliz a medias, porque las desgracias son también parte de la vida ¿no? Entre tantas cosas le pedí a Umberto que por respeto no se acercara a la cabaña del cazador. Pero yo sé que el muy sotreta se fue derecho una tarde, cuando habían pasado ya unos años. El hombre estaba sentado, sacándole filo al cuchillo cuando oyó que desde algún sitio remoto, le llegaba, transparente y cristalina, una voz. 

Resulta que al otro lado del bosque vivía la viuda del Pablo, un gaucho que hacía tres años se había despeñado del barranco. Ella guardó luto por un tiempo, pero una mañana de sol descubrió que la soledad y la pena no se llevan bien juntas. Al borde de un estanque donde solía lavar los trastos se vio mirárse y viéndose le dio por tararear una canción. 

Nube tan nube 
nube callada 
nube de leche 
no dices nada. 

Viento del norte 
que viene y pasa 
viento del norte 
no tienes casa. 

Las lágrimas caían despacito e iban marcando el ritmo, con cada lágrima, sobre la superficie del estanque. Al otro lado del bosque el cazador oyó la canción y le pareció en ese momento la canción más triste del mundo. A él también se le caían las lágrimas y también se vio reflejado en el filo del cuchillo. Y así, al mismo tiempo, a uno y otro lado del bosque, dos historias iban a juntarse. Sólo hacía falta un alma caritativa que tirara del hilito de una y de la otra y que les hiciera un nudo en la mitad. Y allí estaba mi amigo el eco. El muy ladino me había desobedecido. Pero ¿quién podría culparlo? ¿no?

*Fragmento de Margarana.

Teatro y literatura*

No se trata tan sólo de conjugar dos términos equivalentes y hacerlos entrar en contacto (como serían Teatro y Cine o Teatro y Música) sino de interrogar una relación antigua y compleja donde se pone en juego la misma especificidad de esos lenguajes. 

El punto de partida es preguntarnos por qué si justamente el rasgo más relevante del teatro del siglo XX ha sido su rechazo a ser subordinado al texto, su rechazo a ser poco más que la "representación" de un texto previo; por qué, sin embargo, el otro rasgo igualmente relevante, ha sido la proliferación de toda una serie de dramaturgias que se construyen atendiendo a la plasticidad de la escritura -por ejemplo, Heiner Muller o Ramón del Valle Inclán- atendiendo a lo que sólo puede verse en la página impresa y cuidadosamente editada.  

Es decir, ¿por qué si hoy sabemos que en teatro lo que importa no es el texto, sino lo que se hace con él o a partir de él, por qué sin embargo toda una generación de dramaturgos se ha volcado a escribir prestando especial atención a aquello que se lee, ampliando los márgenes de la hoja en blanco o dejando de lado los dos puntitos que separan y vinculan lo que se dice del carácter conque ha de imbuirse aquél que lo dice? No debemos olvidar que incluso hoy mismo en nuestras escuelas, el teatro se aprende como género literario. Y más allá de la posible falta de rigor de la enseñanza elemental, no deja de llamar la atención que la obra de teatro, a diferencia, por ejemplo, de un guión cinematográfico, no parece dispuesta a abandonar su pretensión de ser algo que ha de leerse también.

Todo ello nos lleva a preguntarnos qué es el teatro en definitiva. Y ya que entramos en el juego, por qué no preguntarnos qué es lo que de específicamente teatral tiene el género literario que lleva ese nombre y al revés ¿qué hay en una obra de teatro que pueda ser leído en una página impresa, cómo se produce esa operación? Y finalmente, para atender al segundo término de nuestra investigación ¿qué es, también, eso que llamamos la literatura? 

No digo que siquiera pueda esbozar en este espacio una respuesta a alguna de estas preguntas. Pero hay algo mágico en el hecho mismo de preguntar. Ya que aunque al final se regrese al punto de partida, o aunque ya se sepa lo que quiere saberse al momento de comenzar, cuando esto sucede, cuando alguien interroga - ya sea un niño el que pregunta y pone en jaque al poder, o ya sea el poder el que hace las preguntas, como en un interrogatorio policial – cuando esto sucede parece que algo se abre, una puerta, un camino que no estaba antes allí. Y en todo esto alguna cosa hay también de teatral. 

Resulta bastante significativo que el primer gran maestro en el arte de interrogar, de hacerse preguntas, haya llegado hacia nosotros principalmente en un formato teatral. Sócrates es sobre todo (el Sócrates de Platón y el de Aristófanes) un personaje de teatro. 

Tal vez para un griego del siglo cuarto antes de Cristo la relación entre los diálogos platónicos y los diálogos que se daban sobre el escenario, no fuera tan evidente. Pero sí debía ser evidente que en uno y otro caso se trataba de imitar la interacción conversacional en un tipo de acto de habla que en principio espera la participación de quien está del otro lado, sea éste un público al que se arenga, el coro o un interlocutor al que se apela. 

Es de por sí bastante extraño que aquél que dejaría a los tragediógrafos afuera de su república ideal, utilizara una forma tan similar a la de aquellos para referir las enseñanzas de su maestro. Quizás todo ello pueda explicarse por el hecho mismo de que la pregunta escrita sobre un papel se encuentra tan inacabada como el teatro y es a la vez, sin embargo, como éste, una totalidad. Paradoja que también comparte el actor, como ha dejado asentado Diderot, otro maestro en el arte de preguntar. En todo caso, son todas preguntas que habría que hacerse en otro momento y en otro lugar ¿es acaso la dialéctica - o el diálogo - entre el texto teatral y su representación escénica, la misma que se da en el juego de las preguntas y las respuestas? ¿Será esta dimensión perlocutiva (la misma que deja implícita la pregunta) del texto teatral, lo que la diferencia de la literatura? ¿Y hacia donde estaría dirigida la demanda, en el caso de que así sea? 

Todo ello podría responderse quizás, volviendo a un muy famoso texto de Michel Foucault, "Lenguaje y literatura", donde en relación con el segundo término de Foucault parte de esta pregunta que había comenzado a hacerse Sartre, en un libro muy famoso también, de qué cosa es en realidad la literatura, dado que en su nombre y contra su petición de compromiso, los críticos lo “condenaban”. Pues bien, dice Sartre “la mejor respuesta que cabe darles es examinar el arte de escribir, sin prejuicios. ¿Qué es escribir? ¿Por qué se escribe? ¿Para quién? En realidad, parece que nadie ha formulado nunca estas preguntas” (1998). 

Foucault dice más bien otra cosa. Al revés que Sartre, él piensa que esas preguntas, desde que existe la literatura, no han dejado nunca de ser formuladas. Porque la literatura no sería en el fondo sino la voluntad de responderlas. Porque la literatura, eso que para nosotros ha llegado a ser la literatura, no comienza a existir sino un poco tardíamente, hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, y comienza en el mismo instante en que alguien se pregunta ¿qué es la literatura? 

Es como si dijéramos que desde hace algún tiempo, no más de dos siglos, todo escritor que toma una pluma (o se sienta frente a una computadora) con la voluntad de escribir una obra, lo hace con la intención de que cada frase sobre el papel adquiera su derecho de pertenencia a esa cosa que se llama la literatura. Lo que juzga al escritor y a la obra, no es Dios, no es la crítica, no es la belleza, no es un niño alado sobre una columna de fuego, sino la misma literatura. Es ella la que va dictando, en la medida en que el escritor se esfuerza por pertenecerle, su propio certificado de admisión. Y en esto es en lo que Cervantes o Sterne difieren de Joyce o Mallarmé. 

Por supuesto que en la medida en que la literatura ya existe desde hace dos siglos, Cervantes y Sterne forman parte de ella, ya eran parte al momento mismo en que la literatura comienza a nacer. Pero ni Cervantes ni seguramente Sterne escribían para ser admitidos en el interior de este dispositivo extraño, esta máquina que contiene en su interior muchas máquinas iguales o semejantes y que no avanza en el tiempo sino a fuerza de repetir el gesto perlocutivo de demandar una respuesta a las inquietudes que ella misma se plantea: 

No estoy seguro de que la propia literatura sea tan antigua como habitualmente se dice. Sin duda hace milenios que existe eso que retrospectivamente tenemos el hábito de llamar «literatura». Creo que es precisamente esto lo que habría que preguntar. No es tan seguro que Dante o Cervantes o Eurípides sean literatura. Pertenecen desde luego a la literatura; eso quiere decir que forman parte en este momento de nuestra literatura actual, y forman parte de la literatura gracias a cierta relación que sólo nos concierne de hecho a nosotros. Forman parte de nuestra literatura, no de la suya, por la magnífica razón de que la literatura griega no existe, como tampoco la literatura latina. Dicho de otro modo, si la relación de la obra de Eurípides con nuestro lenguaje es efectivamente literatura, la relación de esa misma obra con el lenguaje griego no era ciertamente literatura (Foucault 1996: 63-64). 

¿Y qué hay con el teatro, entonces? Podríamos pensar que en él se juega una doble demanda, dado que si busca pertenecer a la literatura, y si Foucault está en lo cierto, la relación que el dramaturgo establece con su propio lenguaje, no está exenta de pagar este impuesto imposible. Pero a la vez, participa de una segunda demanda, aquella que debe tributarle al teatro. Cuando un dramaturgo emprende la tarea de acometer una obra sabe que cada palabra está puesta allí para pertenecer a esa otra cosa que es el teatro, pero sabe también, si lo sabe, que el teatro no es representación de eso que se escribe, sino presencia de algo que sin duda tiene que ver con eso que escribe, pero cuya esencia no se encuentra en la palabra escrita. Más bien se diría que en este caso no es tanto el dramaturgo el que pide su certificado de pertenencia al teatro, sino otra persona.

El que busca que cada gesto, cada efecto de luz, cada palabra y sonido que se pronuncia sobre la escena, encuentre su razón de ser en una obra de teatro, que se diga de ella “esto es teatro” o “he aquí la teatralidad” es un sujeto fundamentalmente colectivo, orquestado bajo la presencia de un director, oficio que, como se sabe, no ha comenzado a existir sino hasta fines del siglo XIX. De allí que, imitando el gesto de Foucault, podríamos decir que tampoco el teatro es tan viejo como creemos. Que en realidad, el teatro bien podría haber nacido en el siglo que no ha cesado de declarar su muerte. Que el teatro -tal y como lo entendemos hoy en día- es incluso un poco posterior al cine.

¿Qué es hoy en día lo propiamente teatral, aquello que debidamente puede llamarse teatro? No un texto sino su puesta en escena. Un acontecimiento. Acontecimiento que busca ser repetido pero que es irrepetible a la vez. Ahora bien, esta idea de la puesta en escena como arte, es contemporánea o incluso algo posterior al nacimiento del cinematógrafo. Hasta entonces el teatro se entendía de dos maneras que podían o no complementarse: ya sea como “representación” de un texto previo, ya sea como “espectáculo”. El teatro, sabemos nosotros hoy, no se reduce a ninguna de esas cosas. Es algo más y algo menos que todo eso. Incluso podríamos preguntarnos si no es justamente el cine quien, al haberle arrebatado al teatro el monopolio de la representación, lo ha obligado a encontrarse a si mismo en el espacio de la presencia escénica, lo ha obligado a preguntarse justamente, ¿qué cosa es el teatro?

¿Cuál es la diferencia entre un actor que camina por un espacio vacío y un técnico que hace lo mismo pocos minutos antes de que comience la escena? Que al técnico le importa francamente muy poco que lo que hace sea teatro, que el técnico no va a detenerse a preguntar “¿esto que hago, está siendo teatro, tiene derecho a ser llamado teatro, es o no es teatral?” Mientras que un actor o un director que lo dirige o el actor dirigiéndose a si mismo, no dejan de preguntarse esto ni un sólo momento. O más bien diríamos que en cada gesto está contenida la pregunta de si lo que se hace es o no es teatro. Para un actor del siglo XVII esta era una pregunta sin sentido. Lo que daba su legitimidad al trabajo del actor era más bien una técnica y un texto que lo autorizaba, una obra poética.

Pero llegados a este punto volvemos a preguntarnos qué pasa entonces con la dramaturgia ¿Cuál es la relación que une al texto con la puesta en escena? ¿Cómo se implican, en qué se relacionan? La respuesta, como anticipamos, no puede ni siquiera aproximarse a ser definitiva. Pero he aquí un primer ensayo: lo que “pasa” de una obra escrita a su puesta en escena no es una comunicación, no es un volver a presentar lo que ya está de antemano presentado. Lo que hay en un buen texto dramático es ante todo un inacabamiento, en la medida en que éste se esfuerza, como se ha dicho, por pertenecer al teatro. Pero no debe olvidarse que un texto dramático, a diferencia de un guión de cine, ya lo hemos dicho, se resiste también a ser sólo un proyecto. No puede ser casualidad, creo yo, que los textos más productivos, los que mejores puestas han logrado, son también los que más han sido leídos y publicados.

El texto de una obra es con respecto a ella, algo así como la “voz” de la cual la obra es cuerpo: un cuerpo extraño, efímero, intangible, un cuerpo que se desvanece en el aire y que se diluye al momento en que termina la presentación. Lo que hace un director, cuando lleva a escena una obra, no es comunicar algo que el texto dice previamente. Es más bien lo que el texto fracasa en decir lo que el director consciente o inconscientemente se esfuerza en presentar.

La demanda que el texto le plantea a la puesta y que la puesta le plantea al texto, en este juego de preguntas y respuestas, es la de poder decir algo que de ninguna manera esta dicho. Es, al revés de lo que generalmente se piensa, lo que el texto no dice lo que importa. Cuando es al revés, cuando una obra que ha sido pensada directamente para la escena debe escribirse en el papel, nos encontramos con un desafío quizás más difícil, dado que se trata de encerrar los demonios que han habitado el cuerpo del espectáculo en un amuleto que podría dejarlos escapar en un tiempo por venir. En este segundo caso, el dramaturgo se convierte en un exorcista que debe acometer la tarea de encerrar al genio maligno en la botella, de la cual podría salir de un momento a otro para gracia o desgracia de nuestros predecesores.

Para volver a la pregunta del comienzo ¿qué ha motivado a los dramaturgos, en el siglo XX, a prestar especial importancia a la escritura, borrando incluso las marcas de aquello que se reconocía como teatro, los dos puntitos por ejemplo? Creo que la apuesta que ha llevado a cabo gran parte de la dramaturgia contemporánea, al borrar las marcas de su especificidad, es la de poner las cosas de igual a igual entre teatro y literatura. Ya que si el teatro puede leerse como literatura – y al parecer el teatro jamás ha renunciado a ello – no faltará para toda la literatura la posibilidad de ser leída como teatro.

La ontología de la obra de arte es que no puede ser refutada. Nadie puede decir que Shakespeare o Moliere se “equivocaron” sino a condición de reducir a Shakespeare o Moliere a una tesis particular, a la que sabemos que en el fondo jamás podrán ser reducidos. No es que la tesis no exista, pero existe sólo como hipótesis de lectura de la obra. De hecho, muchas obras inducen hipótesis de lectura, pero casi siempre, en algún punto, la defraudan.

Hay un punto en que la obra permanece absolutamente incomprendida. Una buena puesta en escena no puede olvidar esto. Un director que cree que entiende por completo una obra, creo yo, jamás llegará a ser un buen director. Un director no puede dejar que su propia hipótesis de lectura cancele las otras posibles. No puede dejar que la obra se comprenda en todo momento, que se reduzca a una tesis particular. En definitiva lo que un buen director debe lograr es crear las condiciones para que de una u otra manera –para usar una imagen de Borges- Shakespeare se abra paso.

Bibliografía 
BENJAMIN, W. “La tarea del traductor” en Angelus Novus. Edhasa, Barcelona, 1971.
FOUCAULT, M. “Lenguaje y literatura” en De lenguaje y literatura. Paidós: Barcelona, 1996.
SARTRE, J.P. ¿Qué es la literatura? Buenos Aires: Losada. 1998

* Actas de las III Jornadas Nacionales de investigación y Crítica Teatral de la AINCRIT. Buenos Aires: Ediciones del Centro Cultural de la Cooperación.

RESEÑA de MARGARANA x María Luisa Miretti

Margarana es una historia que encierra muchas otras historias interesantes y todas ellas vividas. Es una novela breve que parte de la inquietud de la protagonista de ir guardando en su bolsa de tela blanca cada año que termina. Cuando finaliza, lo estruja y lo guarda y cada tanto lo saca y lo recuerda. Y ése es el libro, en su transcurso se van sucediendo diversas anécdotas relacionadas con estos recuerdos, todas ellos muy interesantes, especialmente porque están relacionados con lo acontecido.

De pronto estamos ante guerras y trifulcas, o ante una planta raquítica (peral), pero será ese frutal el motivo sobre el cual girará la obra y los innumerables recuerdos, porque desde el peral rebosante del pasado hasta el flaco y desguarnecido del presente, habrá transcurrido el tiempo de los recuerdos de Morgarana. Un pueblo repleto de gente y animales, un maestro que les contaba historias de duendes, magos y dragones, que ella transformaba todo el tiempo, la madre –gritona como cantante de ópera- y una vieja muy fea que se llamaba Javiera, que vivía en ese pueblo. Javiera tenía un burro, un gato y una vaca y vivía gritándole al peral porque no le daba peras. Con ella escuchó muchas historias hermosas y otras tremebundas, también tuvo miedo, extrañó a su madre, escuchó las fabulaciones más extraordinarias y disparatadas hasta que al sacar otro papelito pudo ver otra historia que comenzó a enredar el camino de sus vidas porque ‘de sus historias, de todas las historias que como siempre nunca terminan, que como siempre, no hacen más que volver a comenzar’, demostrando el carácter cíclico, el círculo infinito de nuestras vidas.

Prof. Mg. María Luisa Miretti 
Directora Maestría en Literatura para niños 
Facultad de Humanidades y Artes 
Universidad Nacional de Rosario (UNR).

Multitud

Y a veces, cuando la tormenta, podía suceder que Madre, lentamente, pasara un brazo por sobre el hombro de Padre. Y en silencio, Padre, posaba una mano sobre la espalda de Abuela. Abuela apretaba entonces la foto de Abuelo contra su pecho. Mi mano, temblando, buscaba la mano de Muchacho. Y Muchacho la de Señor Que Llora Sólo. Y éste la de Niño Que Tiene Frío. Perro también se había unido al abrazo. Y Gato. Y Señora Buena. Y Policía. Y Leñador. Tantos éramos entonces que ya no se veía el principio. Ni el final. Y nadie podría haber dicho cuándo había comenzado el abrazo ni en qué momento iba a terminar. Pero se sentía bien. Sobre todo en esas noches, en que arreciaba la tormenta. Se sentía bien*.

* Este texto recibió el Primer Premio en el Concurso Murales Literarios organizado por la Asociación Civil El Puente Arte y Cultura y el Ministerio de Economía de la Provincia de Buenos Aires.

Teseo

Cuando Teseo partió en dos al minotauro, descubrió, entre las retorcidas tripas de la bestia, una criatura diminuta que se parecía en todo a un pequeño minotauro. El asombro no lo dejó reaccionar y antes de que pudiera defenderse el pequeño minotauro le saltó a la cara y se introdujo raudamente por su nariz. De modo que ahora Teseo tiene un minotauro que habita en el laberinto de sus entrañas. Cada nueve años se come siete muchachos y siete doncellas para aplacar su hambre feroz. 

Es un secreto que ninguna mitología ha develado.

Théâtre du Grand GUIGNOL

Estas imágenes fueron capturadas en 1947 en el entonces Théâtre du Grand Guignol de París una antigua iglesia gótica reconvertida en teatro que ofrecía espectáculos a medio camino entre el número de magia y el freak show americano donde el maquillaje, los efectos especiales y los litros de sangre falsa eran el centro de un arte lleno de tortura y mutilación. El objetivo, según palabras de su creador, Oscar Méténier era "sacudir los corazones de los espectadores". Curiosamente, el Grand Guignol toma su nombre del pequeño Guignol, como todavía se conoce al teatro de títeres de guante francés creado en Lyon hacia 1808 por el dentista Laurent Mourguet (en esa época la extracción de dientes era todo un espectáculo que se celebraba en las plazas a la vista de todo el mundo; el público tenía así la oportunidad de saciar su morbo cotidiano viendo a los pacientes sufrir y gritar como condenados). Guignol, nombre del personaje principal, fue la versión francesa del Pulcinella italiano y del Punch inglés cuyas historias, casi siempre improvisadas, comportaban una alta dosis de violencia*.















He aquí la portada de la revista teatral "La Escena" de Buenos Aires, anunciando la llegada de un espectáculo de Grand Guignol a la capital argentina a comienzos de la década del 30.


*La técnica de Teatro de Grand Guignol ha sido utilizada en la puesta en escena de la obra teatral LOS LUGONES.