Encanto. Un gran poder (hoy en día) no necesariamente conlleva ninguna gran responsabilidad.

Lo que se reprime siempre vuelve a través del inconsciente narrativo. Esa podría ser la clave de lectura de Encanto, la película animada número 60 de los estudios Disney. Si en su inmediata predecesora Raya y el Último Dragón se nos proponía una película de zombies sin zombies, en esta asistimos a un nuevo film de superhéroes sin superhéroes. El contexto también es pandémico (aunque la pandemia no se menciona, claro) y en ese sentido resulta singular que el film venga precedido por el hegeliano corto Far from the tree en el que los mapaches de tres generaciones, imbuidos por el espíritu de la historia, aprenden a gestionar la pulsión que los lleva tanto a proteger desmedidamente a su progenie, como a dejarse llevar por el deseo de conocer el mundo. La síntesis, el descubrimiento, es la cultura, que nos enseña a bajar del árbol en el momento justo y con la exacta dosis de precaución y cuidado. El mundo humano, sin embargo, es un poquito más complejo. 

En Encanto, el aislamiento incluye a toda una comunidad que por arte de magia se protege a si misma de la violencia. En ambos, el corto y la película, el mundo es un lugar singularmente amenazador. Esta violencia, como cabía esperar, no tiene rostro, ni nombre, ni procedencia específica. De este modo el relato consigue esquivarle momentáneamente el bulto a la historia política del país en el que elige situarse. Por eso mismo resulta singular que la metáfora que se haya decidido explorar sea la de la grieta, que no solo en Argentina adquiere resonancias coyunturales. Y cuando en uno de los tantos guiños psicoanalíticos uno de los pequeños del pueblo le pregunta a Mirabel si su don mágico no será la negación, no solo estará haciendo un chiste, sino develando las diferentes capas de significación que atraviesan el film. Negación de la familia con respecto a la figura de Bruno, negación de la abuela a ver los problemas de la familia, negación de la comunidad a relacionarse con el mundo, allá afuera. Como en la casa mágica (metáfora deliciosa del dispositivo narrativo), las puertas que se abren develan mundos interiores falsa o engañosamente profundos. En una de las escenas más significativas, el tío Bruno cae hacia un abismo que demuestra no tener más que unos metros de hondo. 

Mirabel, en ese sentido, es un personaje de superficie (como la Alicia de Deleuze) que en todo caso, prefiere los pasillos estrechos y llenos de polvo, el reverso perfecto de la magia. Por eso, en el momento indicado, su puerta, la que debería de conducirla hacia el presunto conocimiento de si misma, no se abre y en su lugar exhibe una pared desnuda. En El Siglo, Alain Badiou afirma que la gran pasión del siglo XX es lo real, de allí su obsesión por la cuestión de lo ideológico. Apenas menciona su contraparte, el poder que es el tema central del que se ocupa el género de superhéroes, uno de los géneros predilectos del cine, la televisión y la historieta de por lo menos los últimos cincuenta años. La familia Madrigal, en efecto, ha sido privilegiada con la posesión de poderes mágicos. Y aunque la abuela se repita a si misma que les han sido concedidos para beneficio del resto de la comunidad, los poderes son los suficientemente eclécticos y ridículos como para que su historia se caiga a pedazos (¿en qué podría ayudar a la comunidad que una de las primas tenga súper oído o que la otra sea singularmente bella y haga brotar flores a su paso?). Como se nos va develando poco a poco, gracias a la astucia de Mirabel, que como todo buen psicoanalista comienza por perseguir el síntoma. 

Lamentablemente, Mirabel no indaga todo lo que debería. Cuando la ideología se viene abajo, en lugar de poner punto final a los privilegios ("naides es más que naides" como decía el lema montonero) se ocupa una vez más de reconstruirlos. El único resquicio que permanece, la grieta que acá se le escapa al aparato ideológico de Disney, es la que da acceso al valle, por donde ocasionalmente, como en "La máscara de la muerte roja", el mundo podría abrirse camino hasta ellas. Casi dos años después del inicio del único acontecimiento auténticamente global del que se tiene cuenta el mundo es todavía más injusto de lo que era. No acabamos de salir de la pandemia y ya prima el sentimiento del aquí no pasó nada que refuerza las injusticias criminales sobre la que vivimos nuestras vidas. Por eso mismo resulta altamente significativo que en el momento en que el relato podría dar un paso adelante, el guión elija volver atrás y restituir los poderes de los personajes. El efecto es narrativamente desilusionante, como si hacia el final de Shreck Fiona hubiera permanecido bella (Nota al pie: lo auténticamente revulsivo en Shreck hubiera sido que Fiona, bella y en su forma humana, hubiera seguido adelante en su relación con el ogro). Pero además, resulta ciertamente coherente con el momento político que vivimos. Liberados de cualquier imperativo ético (un gran poder, en la segunda década del segundo milenio, no entraña ninguna gran responsabilidad) los miembros de la familia Madrigal pueden dedicarse a vivir la vida loca y sacarse selfies en instagram sin culpa, mientras el mundo agoniza más allá de las montañas.