No me acuerdo si he dicho que mamá tenía al eco amaestrado, como a un perrito o a un potro. Yo no sé cómo lograba que le hiciera caso. Ella contaba que una noche lo había encontrado, tiritando de frío y miedo, al borde del arroyo, sangrando por un costado. Parece que antiguamente el eco era muy travieso y se complacía en extraviar a los viajeros que pasaban por la montaña.
- Hasta aquella noche de la tormenta de nieve - decía mamá - Había, al otro lado del valle, un cazador de perdices. Hombre bueno como pan de centeno. Vivía con su mujer que tenía unas pestañas tan lindas que parecían alitas de mariposa. Cuando volvía del trabajo ni hacía falta que ella se levantara de la cama. Bastaba conque cerrara los párpados para que las alitas dieran dos trompos en el aire y le encajaran un beso en la frente. En ese entonces, en el pueblo vivía un doctor, bizco de un ojo, pero del otro tan sano que miraba hasta lo que no había. Y como la mujer del cazador estaba embarazada y a punto de dar a luz el doctor recorría en mula todas las semanas el camino que pasaba por la montaña, hasta la cabaña del bosque.
Quiso la suerte que la misma noche de la tormenta de nieve el bebé comenzara a empujar para afuera. Usté sabe, Margarana, que aquí en el pueblo las mujeres nos las arreglamos solitas, casi para todo. Pero con este bebé había un problema. Venía como enroscado el muy caprichoso y de puro atropellao no podía salir. La mujer daba unos gritos que para qué le cuento, hija mía. Si usté se hace madre, ya los dará también. El hombre en la desesperación tomó su abrigo y se internó en la noche. El viento aullaba como lobo malo y aunque conocía el camino de memoria, no había alma que se orientara en aquella oscuridad.
Con todo, logró llegar hasta el pueblo y despertar al doctor. Pero al emprender la vuelta, el eco, que aquella vez estaba más travieso que nunca, les jugó una mala pasada. Giraba como rabioso el maula, rebotando por las paredes de la montaña y lo que es peor, llevando los gritos de la pobre mujer. El cazador no podía con su angustia. Se extravió dos, tres, cuatro veces. Cuanto más tiempo pasaba más fuertes eran los gritos y más el eco se entretenía perdiéndolos en las tinieblas.
Para qué sigo, Margarana. Llegaron tarde, cuando los gritos, hacía rato que se habían apagado. La vida, que a veces es ladina, no perdonó ni al niño ni a la mamá.
El cazador se volvió loco del dolor. Tomó su rifle y se fue a la montaña a castigar al eco, por malicioso e irresponsable ¡Qué locura, dira usté! Comenzó a disparar al aire pero no hacia cualquier lado ¿Sabe cuál era el método? Le echaba al eco unas palabrotas que no voy a repetir y cuando el eco sotreta le contestaba, el hombre disparaba en aquella dirección ¡Qué locura, dirá usté! Pero lo cierto es que al día siguiente, rumbeando para la casa del Terencio, me lo encontré, herido de muerte.
- ¿Al cazador?
- ¡No! ¡Al eco! ¿No me cree usté? ¡Si hubiera visto como sangraba!
- ¿Había sangre?
- No, sangre, no, qué el eco no tiene sangre. Sangraba como una música, como esas canciones que se cantan en la iglesia para despedir a los muertos. Me dio lástima y me lo traje a casa. Yo sabía que el eco había sido malo. Pero a todos se ha de dar una segunda oportunidad ¿no cree? Lo bañé, lo abrigué, le puse ropa, le di de comer. Hasta nombre le puse. Porque no lo iba a andar llamando solamente eco, ¿no?
- ¿Y qué nombre le puso?
- Umberto.
- ¿Umberto?
- Sí, Umberto.
- Pero mamá, ¿El Umberto no era un hermanito que se murió a los tres meses de nacer?
- ¡Hija! ¡Qué cosas dice! ¡Eso le habrán dicho sus hermanos, que son ignorantes como burro sin dueño! Todo esto sucedió antes que usté naciera y había que guardar las apariencias ¡No le iba a andar diciendo a la gente que tenía al eco en mi casa!
Cuando hubo sanado le eché un chorro como de cuatro horas seguidas. Lo bueno, Margarana, lo bueno es que lo entendió. Ahora cuando uno va por la montaña el eco, más que perderlo, le hace compañía. Si uno canta despacito él silba suave detrás. Y a mí me quiere mucho, no sólo porque le salve la vida sino porque lo hice recapacitar.
Este cuento - que no todos - tiene final feliz. O feliz a medias, porque las desgracias son también parte de la vida ¿no? Entre tantas cosas le pedí a Umberto que por respeto no se acercara a la cabaña del cazador. Pero yo sé que el muy sotreta se fue derecho una tarde, cuando habían pasado ya unos años. El hombre estaba sentado, sacándole filo al cuchillo cuando oyó que desde algún sitio remoto, le llegaba, transparente y cristalina, una voz.
Resulta que al otro lado del bosque vivía la viuda del Pablo, un gaucho que hacía tres años se había despeñado del barranco. Ella guardó luto por un tiempo, pero una mañana de sol descubrió que la soledad y la pena no se llevan bien juntas. Al borde de un estanque donde solía lavar los trastos se vio mirárse y viéndose le dio por tararear una canción.
Nube tan nube
nube callada
nube de leche
no dices nada.
Viento del norte
que viene y pasa
viento del norte
no tienes casa.
Las lágrimas caían despacito e iban marcando el ritmo, con cada lágrima, sobre la superficie del estanque. Al otro lado del bosque el cazador oyó la canción y le pareció en ese momento la canción más triste del mundo. A él también se le caían las lágrimas y también se vio reflejado en el filo del cuchillo. Y así, al mismo tiempo, a uno y otro lado del bosque, dos historias iban a juntarse. Sólo hacía falta un alma caritativa que tirara del hilito de una y de la otra y que les hiciera un nudo en la mitad. Y allí estaba mi amigo el eco. El muy ladino me había desobedecido. Pero ¿quién podría culparlo? ¿no?
*Fragmento de Margarana.