TOY STORY 4. El discreto encanto de la mercancia

El lanzamiento de la cuarta entrega de las aventuras de Woody y sus amigos resultó un tanto sorpresiva para todos aquellos que habíamos considerado la saga cerrada. La trilogía que se inició en 1995 con el primer filme enteramente realizado por computadora parecía haber concluido de manera magistral con ese pase final en el que Andy renuncia a conservar su juguete preferido entregándoselo a la tímida Bonnie. 

Así los compañeros que habían enfrentado cara a cara a la muerte en una escena sumamente emocionante que parecía cumplir punto por punto con las exigencias de la fábula aristotélica de dar al público aquello que explícita o implícitamente se promete volvían a estar juntos para desempeñar el rol que cabe asignarle a todo juguete que se precie: ser el objeto de juego de un niño. 

 A la luz de la cuarta película todo cambia, sin embargo, y comprendemos que la primera puede bien ser considerada el preludio de una serie que ya no cuenta una historia centrada en la infancia de Andy, sino la historia particular de un grupo de juguetes, a los que les ocurren cosas que solo podrían ocurrirles a un grupo de juguetes. De lo que se trata, desde entonces (por lo menos desde la segunda película) es de la vida cotidiana de la mercancía. No de cualquier mercancía, claro, porque después de todo el juguete es una forma muy particular de la mercancía, que sin escapar a algunas de las fórmulas clásicas del modo en que tratamos a la mercancía, se nos impone como un modelo de bien cultural muy específico. El juguete entraña, por ejemplo, la fetichización de la mercancía por excelencia, superado en este punto solo por el arte contemporáneo donde a menudo la crítica a la forma-mercancía del arte se vuelve la forma-mercancía por excelencia, aquella cuyo valor está plenamente determinado por el propio mercado del arte. Volveremos sobre este punto. 

En la película de 1995 el trasfondo era más bien infantil o pre-adolescente. El despertar de Buzz a la conciencia de ser un juguete como eco de la pérdida de la ingenuidad de la infancia; los celos de Woody ante la llegada de su competidor como trasunto de los celos de cualquier niño frente la llegada de un hermano que viene a usurparle el amor paterno; la salida a un mundo hostil por fuera de las seguridades del hogar propio representado por el encuentro con el temible Sid Phillips. Ya en la segunda, sin embargo, lo que aparece en primer plano es el hecho terrible de que los niños crecen y dejan atrás la infancia para siempre, ya no desde la perspectiva del niño (como en la primera) sino desde la perspectiva de los bienes que a dicha infancia están destinados. Como se recordará, en aquella segunda película aparecen todos los elementos propios de la dimensión mercantil del juguete, de la venta de garaje al museo, pasando, por supuesto, por la juguetería, donde se hace evidente que a diferencia de Woody, Buzz dista mucho de ser una mercancía única.  [...]

En ese sentido Toy Story 4 se nos presenta como la más anti-hegemónica de las películas de la saga. Aquí el juguete decide sorpresivamente emanciparse no sólo de su condición de producto-para-la-venta, sino también, lo que es aún más asombroso, del imperativo categórico de ser juguete-para-alguien. La decisión de Bo Peep, luego imitada por Woody, de renunciar a toda mediación humana implica un rechazo radical por parte de la mercancía a dejarse conducir por el camino de la ficción de un otro, renunciar a todo valor de uso, a todo valor de cambio, a toda significación particular. A ser, en definitiva, una mercancía. 

Todo ello implica, si hemos de creer a la escena pos títulos, un pasar a la acción, un modo de intervención directa de los juguetes sobre el mundo humano que guarda alguna clase de relación con el terror. [3] No hay que olvidar la importancia que el juguete y el autómata comportan para el género desde su mismo origen literario. Ni la extensa tradición cinematográfica de juguetes malditos, desde la temprana The Great Gabbo (1929), que inaugura la serie de muñecos ventrílocuos a la que Toy Story 4 hace referencia, hasta la más reciente Anabelle (2014), precuela de El Conjuro (2013), pasando por clásicos como Poltergeist (1982) o Chucky: El muñeco diabólico (1988). [4] En rigor todo lo que atañe a la infancia reviste este caracter inquietante por su doble condición de familiar y desconocido, en el sentido clásico de lo umheimlich freudiano. En el caso que nos ocupa, sin embargo, la amenaza pasa mayormente por la autonomía de un bien cultural que mira en lugar de ser mirado, que interpela al sujeto que debería interpelarlo. Como en el clásico de 1986 La rebelión de las máquinas o como en las versiones cinematográfica y televisiva de Westworld (véase el artículo que se le dedica a la serie en el número 31 de Luthor). Leer más*

*"El discreto encanto de la mercancía" fue publicado en el número 41 de la Revista LUTHOR [www.revistaluthor.com.ar]