Nota: El juicio de Sócrates ocurrió una mañana del año 399
a.C. frente a un tribunal conformado por quinientos y un ciudadanos atenienses.
Fue condenado a muerte, como todo el mundo sabe. Nuestra versión de la historia
ocurre en ese año o en cualquier otro. Podría suceder en Atenas o en Washington
o en la China. Podría también suceder en una triste ciudad de América Latina.
El director podrá elegir cuál es a su criterio la mejor forma de llevar a
escena esta pieza. Los nombres entre corchetes parecerían sugerir que es un
solo actor o actriz quien habla, variando sutilmente la voz para llevar
adelante los diferentes personajes. Pero también podrían ser siete u ocho
actores y actrices. O incluso mil quinientos. En este caso el personaje
nombrado como Xenofonte podría bien silenciarse y sus palabras utilizarse como
acotaciones.
[Xenofonte] Nada
me parece más digno de recordar sobre Sócrates que el modo en que erigió su
defensa cuando ante el alto tribunal fue llamado, luego de un proceso
vergonzoso que duró cuatro años. Nulas eran las pruebas en su contra. Absurdas
las acusaciones. Escasas las evidencias. Y sin embargo la complicidad de los
medios y la hipocresía de una sociedad acostumbrada a rasgarse las vestiduras,
habían arrastrado al filósofo a tan desgraciadas circunstancias. Habrá quien
afirme, no obstante, que él mismo forjó su condena. Durante poco más de diez
años, desde sus primeras apariciones en público, le había metido el dedo en el
culo a las grandes corporaciones. Los numerosos gobiernos cuyas mentiras había
filtrado a la luz habían pedido a gritos su extradición. La gota que colmó el
vaso, sin embargo, fue aquél encendido discurso que arrojó como una toalla
contra aquellos que alguna vez habían sido sus partidarios y que pretendían
ahora sacar rédito político de sus victorias. Un montón de árabes enardecidos,
una turba de capitalistas ultrajados, un sinfín de periodistas que temían por
sus trabajos, levantaron el puño en alto y exigieron inmediato juicio político.
Anita Merkel fue sólo la portavoz de un pedido generalizado de venganza. Se le
acusó de traición a la democracia. Durante poco más de nueve meses nosotros,
sus amigos, deambulamos entre embajadas y cortes de justicia, entre fronteras y
aeropuertos, buscando salvaguardar al maestro del ansia de sangre de sus
captores. Todo fue inútil. El cerco mediático se cerró sobre nosotros. La
madrugada del 20 de agosto Sócrates fue detenido en Macedonia. Hoy se celebra
aquí su juicio. Múltiples son sus acusadores, pero no menos amplio es el número
de los que ejercemos su defensa. Allí está Hermógenes, hermano de Calias. Están
también Platón y Apolodoro. Critón y Critóbulo. Agatón y Fedra. Rodeado por un
séquito de hermosas modelos ha venido también Paulo Porongo, el actor italiano,
cuyas escasas cuatro neuronas no le han impedido amar al maestro con una pasión
que sólo Sócrates ha podido despertar entre los jóvenes. No van ustedes a oír
un juicio tranquilo. Llegados a este punto, los ánimos están caldeados. El
presidente de la corte golpea inútilmente su martillito. Platón, tomándose los
testículos con vehemencia, arroja una caterva de insultos contra la
desprevenida Anita Merkel. Del otro lado, Meleto, abogado de la Network Enterprises ha destrozado una
silla sobre la espalda de Hermógenes. La policía contiene a Paulo Porongo, que
amenaza con matarlos a todos con una cortadora de césped. Impávida, Fedra,
arrancándose los botones de la camisa, enseña a los periodistas unas tetas
formidables. Sólo el maestro permanece incólume, con la mirada en alto, pensando
en otra cosa. Respira intranquilo. Cierra los ojos. Ríe. Su risa se extiende
como un eco por la corte, ahogando los murmullos, los insultos, las
imprecaciones, ahogando los gritos de las multitudes que aguardan en el
exterior del recinto. [Sócrates ríe. Se produce un silencio formidable.] Y
entonces el presidente de la corte dice:
[El presidente de
la corte, casi sin voz, golpeando su martillito] Orden en la sala… Dije [Tose]
Or-den. O hago desalojar el recinto.
[Xenofonte]
Sócrates ríe otra vez.
[Sócrates] Estaba recordando un chiste. Sí. Un chiste formidable. Están dos salchichas…
[Anita Merkel. Con violencia.] ¡Está fuera de lugar! Otra vez… ¡No ha lugar!
[Platón. Aún más violento] ¡Callate vos gorda hija de puta!
[Xenofonte] grita Platón con violencia. Y una vez más los gritos se renuevan, pero sólo por un instante. Sócrates ha levantado ambas manos, imponiendo silencio.
[Sócrates] Entiendo, Anita, señor presidente, entiendo que ha llegado mi turno de hablar. Y aunque una y otra vez se los ha precavido, ciudadanos, de que mis palabras podían ser ponzoñosas, mi lengua hipnótica, mi discurso plagado de peligros, supongo que no se me negará, este mi derecho a hacer valer mi voz ¿No es así? ¿No es acaso en defensa de la democracia que se me acusa? ¿Y qué, entonces? ¿No es esta misma democracia la que sostiene como principio insustituible, como enmienda básica, el derecho de cada ciudadano a defenderse, el derecho a declararse inocente, hasta que se demuestre lo contrario?
[El presidente de la corte, casi sin voz] Es así. Sin embargo, haría bien en limitarse [tose] en limitarse a exponer su alegato.
[Sócrates] Y en virtud de mi alegato voy a contarles un chiste. Están dos salchichas en una cacerola. La primera salchicha dice: “¿Qué calor, no?” Y la segunda salchicha grita: “¡Oh, Dios mío! ¡Una salchicha que habla!”
[Sócrates ríe. Xenofonte dice] Sócrates ríe. Se parte de risa. La sala lo mira absorta. Hermógenes, por lo bajo, susurra a Critóbulo
[Hermógenes] ¡El viejo chochea!
[Xenofonte] Critóbulo lo mira serio
[Critóbulo] No está mal. Podemos alegar demencia.
[Hermógenes] No. Eso nunca.
[Critóbulo] Tú mismo, Hermógenes, nos has referido como en sucesivas ocasiones se ha negado a preparar su defensa. Cómo ha repetido sucesivas veces que el informante le ha dicho que se le daba ahora la oportunidad de morir dignamente. Eso no es estar en sus cabales.
[Hermógenes] Ha dicho que si su propia vida no era defensa suficiente qué clase de discurso podía serlo.
[Critóbulo] ¿Y qué con eso? ¿Vamos a dejarlo morir, así como así? Me niego.
[Xenofonte] En tanto Sócrates ha recuperado la respiración
[Sócrates] ¡Ea, ciudadanos! Hay en este chiste más verdad que en la segunda Ley de la Termodinámica. Más verdad que en los teoremas de incompletitud de Gödel. La pregunta que deberíamos hacernos es cuál de las dos salchichas está más chiflada. Cuál es más sabia. Cuál más miserable ¿La que habla sin darse cuenta que habla? ¿La que sin darse cuenta que habla reacciona con terror ante las palabras de la otra? ¿No estamos nosotros aquí, ciudadanos, cumpliendo el papel de esas dos salchichas, mientras nos cocemos a fuego lento en una olla de agua hirviendo? ¿Será más sabio hablar por hablar, dejar que la lengua hable a través de nosotros, como cuando decimos “¡Qué calor!” o “¡Alto el fuego!” o “¡Repollo frito!”? ¿O es acaso más sabio detenerse con horror ante ese hecho formidable, el hecho de que aquí y ahora estamos, quien más quien menos, hablando? Ustedes lo han dicho, por poco más de tres horas y cuarto: Sócrates habla. Sócrates persuade. Sócrates posee una lengua viperina. Sócrates corrompe a nuestros jóvenes ¿Cómo? Diciendo cosas que no deben ser oídas. En verdad, ciudadanos, me he sentido yo también un poco horrorizado de este Sócrates. Me he sentido yo también un poco como esa salchicha que grita con horror “¡Oh, Dios mío! ¡Habla!” Y mientras os escuchaba, pensaba en el terror sagrado que subyace a todo aquello que nos es incomprensible ¿De qué se me acusa aquí, ciudadanos? ¿Qué se ha dicho de mí? Nosotros, dirán ustedes, a fuerza de repetirnos que hablar es lo más normal del mundo, que el mundo es lo más normal del mundo, hemos domesticado el horror. Lo hemos arrojado con la escoba bajo la alfombra. Pero he aquí este hombre, Sócrates, que viene ante nosotros y grita ¡Dios mío! Y se sorprende ante el hecho absurdo de que poseamos una lengua. Ante el hecho absurdo de que esa lengua nos posea a nosotros. Y le sorprende incluso el que nadie se sorprenda. Este hombre, Sócrates, no hace como aquellos nihilistas que niegan el lenguaje, la comunicación, el mundo. No es en absoluto como aquellos que pretenden acabar con el capitalismo, el sistema, la religión, la moral, los dentistas. No es un hippie. No es un Neo-Punk. No se fuma un porro de dinamita habiéndose previamente encadenado al reactor de una planta nuclear. Este hombre hace algo más bien distinto: este hombre es un terrorista. Quiere que todos gritemos de terror ante el hecho consumado de que pensamos, amamos, tenemos vida, lenguaje, mundo, quiere que exclamemos al unísono “¡Dios mío! ¡Habla! ¡Se mueve! ¡Existe! ¡Es algo más bien que nada!”
*Estrenada el 16 de septiembre de 2014 en el teatro EL PICADERO con la dirección de Jorge Azurmendi, con Victor Laplace en el papel de Sócrates y Horacio Peña en el Xenofonte. El texto obtuvo un premio en el concurso "Nuestro Teatro" en homenaje a Teatro Abierto, organizado por el Ministerio de Cultura de La Nación.