A Sebastián Vargas lo conozco desde hace bastante tiempo. He leído de él Tres Espejos, Son Tumikes, el extraordinario Y dormirás 100 años, Piratas, Pingüinos y El Pacto, novela que escribió junto a Florencia Gattari. Y este año, muy recientemente, Yuelán y Graymoor, dos novelas bien distintas, ambas publicadas en 2020. Durante 2020 y parte de 2021 escribimos juntos Danchus, un epistolario del futuro con el que nos divertimos muchísimo (yo por lo menos me divertí muchísimo) encarnando al escritor bestsellerista Iván de Saint Simón y a la escritora prestigiosa, pero que no vende un pomo, Erica Farrate (no voy a decir quién era quién). Además, sigo con mucha atención su blog Un Plan Chino, donde Sebastián, con una generosidad de la que no existen tantos precedentes como uno quisiera, se dedica a no-reseñar (como él dice), libros de otros y otras, en su mayoría pertenecientes a lo que hoy se llama Literatura Infantil y Juvenil (LIJ para los amigos).
Es en ese blog donde Sebastián escribió, alguna vez, que la literatura para niños y niñas es un fenómeno exclusivamente editorial (lo cito de memoria y mal), cosa con la que no estoy de acuerdo, pero que no deja de tener un grado de verdad. Alguna vez escribiré contra el artículo de Cesar Aira que se llama Contra la Literatura Infantil, diciendo que el problema de esa afirmación (y del artículo de Aira, que además es muy bueno) es que parece desconocer que esa categoría extraña que es la Literatura como un todo, también es un fenómeno editorial, lo mismo que académico, periodístico, crítico, etc. Ya no podemos desconocer que no hay un ser de la literatura ni infantil ni para adultos, sino discursos que se enfrentan mutuamente en una lucha cuerpo a cuerpo por determinar que es lo infantil, lo para adultos, lo policial, lo terrorífico, etc. Y también qué es lo prestigioso y lo que no. De hecho, uno de los problemas políticos que enfrenta toda literatura infantil o todo bien cultural, en general, producido para niños y niñas es la imagen de infancia, de niño o niña que busca construir, que apuesta a construir, no siempre lográndolo, nunca del todo. Digamos que además toda literatura (Foucault diría que ahí está el ser de la Literatura) busca sobre todo posicionarse como literatura, si es para niños y niñas, como literatura para niños y niñas. Todo escritor, en su afán interior, sale siempre a buscar la Literatura (con mayúsculas) cuando escribe. Aunque escriba para niños y niñas.
Yo creo que si le pregunto a Sebastián, él me dirá que no, pero los que ejercemos cada tanto el oficio de la crítica o el análisis estamos acostumbrados a no creerles a los escritores o a creerles a medias o a hacer oídos sordos a lo que piensen ellos o ellas sobre lo que escriben; pero me parece que de lo que trata Yuelán, en el fondo, es de esta búsqueda, de este afán del escritor cuya voz se identifica claramente con la del héroe por enamorar a la Literatura, por alcanzarla, por seducirla, por quedarse con ella. Y es una dama cruel, esa literatura, inflexible, inconmovible, inalcanzable, mortal, dispuesta a todo para impedir que puedan hacerse con ella. El personaje que logra Sebastián con Yuelán es por lejos el mejor de la novela y casi me da pena (alerta de Spoiler) cuando llega el final, porque la fabula, el relato, termina como termina, los que conocen el argumento de la ópera Turandot podrán imaginarlo, y entonces ella debe cambiar aunque uno quiere y no quiere que eso suceda (no quiere porque no quiere que ella cambie, quiere porque la cosa sino terminaría realmente mal). Antes dije que la voz del narrador se identifica con el héroe, pero no tanto con la voz del héroe o con sus pensamientos, sino con sus acciones. Es un héroe que sentado a la mesa del rey, y ante la posibilidad de comer todos los manjares imaginables, pide un simple plato de arroz y descubre, con el rey, que está riquísimo. Con esa misma simplicidad el narrador arremete el relato de esta historia, sabiendo que a la Literatura (con mayúsculas) también se llega por ahí. Que no se necesita un ejército de cocineros (para eso ya habrá tiempo dice Sebastián, perdón, el héroe, cuyo nombre no debe ser pronunciado) para crear un manjar exquisito, que lo simple puede ser increíblemente complejo y disfrutable, a su vez. Fontanarrosa solía decir que él no pretendía ganar el premio Nobel, solo contar chistes y yo siempre señalo, cuando hablo de Fontanarrosa, que no hay joya literaria más precisa y preciosa que un chiste bien construido. Escribir un chiste es una operación increíblemente compleja de la que también está hecha la literatura, incluso esa que gana premios Nobel.