En la Navidad de 1951, Papá Noel fue quemado en Francia. Fue una de las formas en que las autoridades eligieron protestar contra la creciente paganización de la navidad y la supresión de la figura central de Cristo por la del hombre barbado que trae regalos. El hecho está estupendamente narrado por Claude Lévi-Strauss en El Suplicio de Papá Noel, traducido como "Santa Claus en la Hoguera". Allí Levi-Strauss nos recuerda que la navidad en sí misma es una fiesta antiquísima cuyos elementos centrales, empezando por la fecha, tienen muy poco de cristianos: el culto del árbol, la celebración del solsticio de invierno (verano en nuestro hemisferio, donde nuestros papa noeles latinos están condenados a morir de calor bajo sus trajes invernales), la figura del donante que trae regalos, San Nicolás. El único elemento propiamente cristiano parece ser el pesebre. Incluso la compulsión al gasto desmedido parece tener origen en el ritual pre-capitalista del potlatch. Papá Noel, tal como lo conocemos, ese viejo-niño, figura de transición entre nuestro mundo y el de la magia, es el inverso perfecto de la muerte, que nos quita todo sin darnos nada a cambio. No es para burlarnos de nuestros niños -dice Lévi-Strauss- que elegimos creer en Papá Noel. El árbol adornado, los fuegos de artificio, las comilonas desmedidas, el encuentro con nuestrxs seres queridxs, el recuerdo de lxs que se fueron, son nuestras maneras de decirle no a la muerte, de ahuyentarla, de recordarle que por duro que sea el invierno que se aproxima, seguiremos dando batalla. A nuestra forma infantil e imperfecta, absurda y demasiado humana.
No sé si efectivamente los mitos, nuestros mitos, saben más de nosotrxs que nosotrxs. En todo caso es algo que sí elijo creer esta noche donde afloran los recuerdos, y volvemos a ser en nuestrxs hijxs lxs niñxs que alguna vez fuimos para nuestros padres y madres, en un año en que la muerte lo dio todo de sí para recordarnos que siempre está ahí, esperando.