Cuando Bilina dibuja, dibuja monstruos, invariablemente, monstruos caníbales, antropozoofitomórficos, monstruos alados, con escamas, con antenitas grises, que se comen a sí mismos, que viven en sótanos húmedos, que coleccionan estampillas, monstruos verdes, naranjas, azul Italia, o sus preferidos, los que son de color marrón. Algunos son tan feos que ella misma se sorprende y cierra la carpeta con un escalofrío o borra dos o tres tentáculos, no sea cosa que después no pueda dormir (aunque de todos, el más extraño, perturbador y peligroso de los monstruos que dibuja Bilina sigue siendo ese que tiene dos ojos, una nariz, una boca y cinco dedos en cada pie).
Los monstruos de Bilina se ciernen sobre la Gran Ciudad como una sombra de tormenta y lo rompen todo: el orden de las calles, las avenidas, las casas, los policías, las mamás que castigan a sus hijos e incluso a los hijos perdidos en el parque (a pesar de que por estos Bilina siente un poco de simpatía). En su dibujo preferido, un monstruo de veinticinco patas, un ojo y nueve lenguas se come al Soldado-Profesor.
Y entonces el Soldado-Profesor descubre esos dibujos aberrantes, esas formas exóticas tan contrarias al orden, la moral, el buen gusto, los dentistas, esos bichos con más patas que pelos, y le rompe todo, le rompe los dibujos, grita lo de siempre: que todos están castigados, y la hace pasar al frente para escribir mil veces: “Los monstruos no existen”, con tiza, en el pizarrón. Mientras Bilina refunfuña y obedece, el Soldado-Profesor sonríe con cara de “así van a aprender”.
Pero el triunfo se esfuma cuando al anotar la frase por quincuagésima novena vez, el Soldado-Profesor observa con desagrado que el sentido empieza a perderse, como pasa siempre que una palabra se repite muchas veces y que todas las oraciones parecen formar el dibujo de otra cosa, como una pared de tiza que no deja ver lo que se esconde detrás o como si no hubiera nada detrás después de todo, y entonces la perdona y la manda a sentar con un miedo infinito y peligroso, del que prefiere no decir nada.*
*MUNDO BILINA fue finalista del premio El Barco de Vapor 2007 y ha sido publicado por la editorial SM en Argentina y en México.
Los monstruos de Bilina se ciernen sobre la Gran Ciudad como una sombra de tormenta y lo rompen todo: el orden de las calles, las avenidas, las casas, los policías, las mamás que castigan a sus hijos e incluso a los hijos perdidos en el parque (a pesar de que por estos Bilina siente un poco de simpatía). En su dibujo preferido, un monstruo de veinticinco patas, un ojo y nueve lenguas se come al Soldado-Profesor.
Y entonces el Soldado-Profesor descubre esos dibujos aberrantes, esas formas exóticas tan contrarias al orden, la moral, el buen gusto, los dentistas, esos bichos con más patas que pelos, y le rompe todo, le rompe los dibujos, grita lo de siempre: que todos están castigados, y la hace pasar al frente para escribir mil veces: “Los monstruos no existen”, con tiza, en el pizarrón. Mientras Bilina refunfuña y obedece, el Soldado-Profesor sonríe con cara de “así van a aprender”.
Pero el triunfo se esfuma cuando al anotar la frase por quincuagésima novena vez, el Soldado-Profesor observa con desagrado que el sentido empieza a perderse, como pasa siempre que una palabra se repite muchas veces y que todas las oraciones parecen formar el dibujo de otra cosa, como una pared de tiza que no deja ver lo que se esconde detrás o como si no hubiera nada detrás después de todo, y entonces la perdona y la manda a sentar con un miedo infinito y peligroso, del que prefiere no decir nada.*
*MUNDO BILINA fue finalista del premio El Barco de Vapor 2007 y ha sido publicado por la editorial SM en Argentina y en México.